Te veo a lo lejos y me acerco a ti poco a poco. Siento un escalofrío por dentro, me estremezco. Nos saludamos entre sonrisas y abrazos. Por un instante deseo parar el tiempo y no soltarte. Nos alejamos de allí lentamente mientras que, aun queriendo contarnos de todo, no decimos nada.
Decidimos sentarnos sobre el frío césped. Continuamos hablando, pero esta vez tan sólo consigo leer tus labios, pues aunque intento escucharte, no consigo más que oírte por estar soñando despierta, contigo.
Al borde de un ataque de desesperación por saber que sólo nos quedan unas horas para estar juntos, te pido que cierres los ojos. Tú, como un niño pequeño, inocente, me miras asustado. Intento tranquilizarte diciéndote que confíes en mí. Al fin los cierras. Los nervios recorren tu cuerpo, haciendo que aprietes los labios fuertemente. Me acerco lentamente a ti, diciéndote que no tengas miedo. Tu respiración se acelera, y tu corazón late con más y más fuerza. Notas mi aliento sobre tu cara, comienzo a besarte suavemente las mejillas, te acaricio el rostro y bajo lentamente mi mano hacia tu cuello. Apoyo mi cabeza sobre tu hombro, rozando mi cara con la tuya como un pequeño gatito que busca mimos. Acerco mi boca a tu oreja y consigo susurrarte un “me encantas”. Vuelves a abrir los ojos, y me ves acurrucada sobre tu pecho. Me abrazas, me besas la cara con dulzura. A pesar de que deseemos besarnos, nuestras mentes nos lo impiden, por lo que continuamos acariciándonos, evitando que nuestros labios se toquen por primera vez, huyendo de un beso que, puede que nunca llegue.